La casa de los gusanos de seda

EL DESVÁN / Rafael Castillejo
Publicado en el suplemento "Artes & Letras" de Heraldo de Aragón


           Con el derribo de la antigua manzana que separaba las calles de Cerdán y Escuelas Pías me arrancaron de cuajo tantos recuerdos de la infancia que, por más que me quieran explicar los motivos que ocasionaron aquello, mi corazón de niño nunca podrá perdonarlo.

            Aunque ya han transcurrido casi cuarenta años desde que la piqueta ejecutó la sentencia urbanística, me acuerdo perfectamente cómo, de la noche a la mañana, aquellas dos céntricas y populares calles zaragozanas perdieron su nombre junto con decenas de pequeños comercios en cuyos escaparates me había parado a soñar tantas veces como solo los niños de familia humilde pueden hacerlo.

            De toda aquella manzana, el último edificio en caer fue el que más me dolió por motivos que a continuación explicaré.
           
             Como puede verse en la fotografía, obtenida en el año 1977 por Leonardo Pérez Obis, pocas semanas antes del derribo, esos porches, situados frente a la puerta de entrada al Mercado Central por la Plaza de Lanuza, albergaron durante años otra clase de comercios especialmente atractivos para los chavales que, día a día, descubríamos algo nuevo. Al cobijo de aquellos porches solían ponerse vendedores ambulantes que, dependiendo de la época del año, ofrecían mercancías dispares: caracoles, ajos, cebollas, truchas, madrillas, barbos, cangrejos de río, flores, botijos, pájaros de canto y... hasta gusanos de seda y hojas de morera.  Por esto último es por lo que yo conocía ese edificio como "la casa de los gusanos de seda".

            Y es que nunca pude olvidar el día en que mi abuela le dijo al hombre que los vendía: "¡Póngale usted a mi nieto en esta caja dos gusanos blancos, dos negros y dos de esos de rayas!  ¡Y, también, unas hojas frescas de morera!"  Tendría yo entonces unos 4 ó 5 años de edad.

            Fueron aquellos unos primaverales días durante los cuales me pasé horas enteras observando el apasionante ciclo biológico de los gusanos de seda dentro de una simple caja de zapatos.  Todo ocurrió demasiado rápido y, cuando me quise dar cuenta, los gusanos se habían despedido de mí envueltos en brillante seda y las correspondientes mariposas habían muerto tras la puesta de los huevos.  Ignoro lo que siente un niño de hoy en día cuando juega con un artilugio moderno.  Yo puedo asegurar que, aprendiendo de forma natural todo aquel proceso biológico, disfruté  de lo lindo.

            Después de aquello, cómo no iba a sentir en el alma la desaparición de aquel viejo edificio al que un día puse de nombre "la casa de los gusanos de seda".

 

Rafael Castillejo - Zaragoza, 17 de mayo de 2018