Dirigida por: George Stevens
Año: 1953
Música: Victor Young
Productora: Paramount Pictures
Reparto: Alan Ladd, Jean Arthur, Van Heflin, Jack Palance, Brandon De
Wilde, Ben Johnson, Edgar Buchanan, Elisah Cook Jr., John Dierkes, Emile
Meyer
En
una de las muchas mudanzas de mi vida, o en una mudanza de mis padres,
se extravió mi colección de prospectos cinematográficos,
los programas de mano que todavía se encuentran (a precio de
oro los más antiguos) en mercadillos y rastros. Por culpa de
esa pérdida no puedo precisar cuándo exactamente y en
qué cine de Zaragoza vi la película que se llamó
en España Raíces profundas y que se titulaba en inglés
con el nombre del protagonista, Shane. Es seguro que mi abuela y mi
tía me llevaron la semana del estreno, probablemente un jueves
ya que las tardes de los jueves no había colegio en aquella época
anterior a la aceptación nacional del bendito concepto de week-end.
El año sí lo puedo precisar gracias a la obra de Agustín
Sánchez Vidal El siglo de la luz: fue en 1955, y venía
ya precedida del prestigio que dos temporadas antes le concedió
el ser candidata a cinco oscars. Entonces yo no sabía nada de
eso. Tenía siete años y sencillamente me gustaban las
de vaqueros. Ahora bien, me pregunto qué me pudo impresionar
tanto a esa edad en una historia que, pese a ser tolerada para todos
los públicos, para su asimilación plena exige comprender
la intuición de un adulterio que no se produce, el conflicto
entre la nostalgia de integración social y el hábito de
libertad individual, la mistificación infantil del heroísmo
y, conforme uno llega a conocer mejor la historia norteamericana, la
guerra entre campesinos y ganaderos de Johnson County, en Wyoming, contexto
verdadero de la novelita de Shaefer en la que se basa Shane, guerra
que tendría una versión sin camuflajes bastantes años
más tarde en el monumental desastre financiero y comercial de
Michael Cimimo Heaven's Gate. Supongo que de niño me identifiqué
con el hijo de los Starret y me sumé al proceso de mitificación
que Joey (Brandon De Wilde) va tejiendo en torno a la figura del pistolero
que encarna Alan Ladd, pero no estoy seguro. Me debió gustar
mucho porque ese verano la volví a ver con mis padres en Borja
y, cuando llegó al colegio, en una de aquellas copias que el
trasiego por pueblos y salas de barrio plagaba de chisporroteos y cortes,
convencí a mis amigos de que fuéramos a disfrutarla otra
vez. Y vuelvo a preguntarme de dónde procedía tanto entusiasmo.
Sé que en el desenlace, cuando Shane se aleja herido hacia las
montañas, yo me emocioné a los siete años como
sigo emocionándome a los 61. En su poema "Farewell"
Pere Gimferrer se despide de algo, que el lector debe entender que es
la infancia, haciendo de Shane el epítome de todo aquello con
lo que los chavales imaginativos (de entonces) asociábamos a
la niñez: la pasión por los tesoros ocultos, los piratas,
las aventuras y, naturalmente, "el hombre de los valles perdidos"
-por cierto, título de la película en Francia--, pero
a los siete años no se tiene nostalgia de lo que se está
viviendo.
Volví a ver Raíces profundas en uno de los reestrenos
del cine Latino el día en que asistí a la universidad
por primera vez, o sea, debió de ser en octubre del 65. A partir
de entonces la he repescado en salas de repertorio o en filmotecas siempre
que he tenido la oportunidad y la he visto en la televisión para
desesperación de mi familia porque, como quien recita un poema
amado, me adelanto a los diálogos que me sé de memoria.
Maribel me regaló el video en inglés cuando vivíamos
en Londres "para que ahora la recuerdes en original". Y en
efecto, ahora sé que cuando Joey le pregunta a Shane si el pistolero
siniestro de negro era el famoso Wilson, Alan Ladd responde: "He
was Wilson all right, fast, very fast on the draw."
A lo largo del tiempo he intentado racionalizar el enorme placer que
me produce Raíces profundas. La profesora Carmen Peña
me aseguró hace poco que es la película que ha seducido
a más escritores españoles, empezando por Juan Marsé
que la parafrasea en uno de sus cuentos (y creo que sirve de inspiración
a su novela Un día volveré). He leído interpretaciones
pintorescas, desde la que asocia los avatares de Shane al ciclo artúrico,
y el héroe epónimo a sir Galahad, si no recuerdo mal,
hasta los inevitables delirios freudianos por el lado edípico
(?). Yo diría, sin embargo, que, pese a que George Stevens, su
director, epitomiza en esta obra los elementos básicos del western,
como si hubiera pretendido crear el western por antonomasia, el modelo
platónico del western - jinete que se acerca en los carteles
de crédito, jinete que se aleja justo antes del the end, el duelo
con revólver en la calle mayor, la pelea en el saloon, etc--,
a mí me gusta porque todo en ella me parece real, no alegoría
ni símbolo ni parábola, sino un fragmento de realidad
posible protagonizado por personajes reales posibles. El físico
de Van Heflin lo encasilló en papeles de noblote y algo obtuso
everyman, un hombre de la calle, y aquí es un everyman campesino
obstinado pero con una individualidad tal que yo reconocería
a Joe Starret entre millones; igual que a su mujer, que dista de ser
la típica cocinera de tartas de manzana para descanso gastronómico
del cow-boy: el personaje de Jean Arthur posee unos matices y una delicadeza
propios, ni siquiera es una belleza deslumbrante como Maureen O'Hara
en los westerns de John Ford, de forma que Shane se enamora de la señora
Starret porque es real, si se me permite la insistencia, porque le sugiere
madurez, estabilidad, serenidad.. Como son reales el pobre sudista fanfarrón
al que presta su cuerpo Elisha Cook con tal perfección que al
espectador le cuesta creer que el actor no muere de verdad en el fango,
y el malo noble Chris Calloway que interpreta el inmenso Ben Johnson:
responder por un lado a los tópicos del género y por otro
a la estricta humanidad del personaje es uno de los grandes logros de
la caracterización de los secundarios.
Y he dejado para el final a Shane y al niño. En el burdo remake
con debilidades new age que perpetró el siempre inteligente (menos
en esta ocasión ) Clint Eastwood, Pale Rider (Jinete pálido),
el "realismo" de los nuevos tiempos mete al forastero misterioso,
el Predicador, en la cama de la mujer del granjero, le hace disparar
a sus enemigos por la espalda y los rasgos mitificadotes se subrayan
hasta convertir al Preacher en una especie de arcángel vengador
venido del más allá. Geroge Stevens nos ofreció
un Shane infinitamente más creíble y próximo, a
pesar de las limitaciones e inexpresividad de Alan Ladd: arrastra la
tristeza del eternamente desplazado -"voy a cualquier parte donde
no haya estado antes", responde a la señora Starret al preguntarle
ésta adónde se dirige--, se debate en la duda de cambiar
de piel o mantenerse fiel al rol que la vida le ha impuesto, se enamora,
se enternece con el chico. Pero nada de esto se manifiesta ni con el
menor aspaviento. Sospechamos que en el triángulo Heflin/Ladd/Arthur
todos poseen la lucidez suficiente para conocer la verdad íntima
de sus sentimientos, pero ninguno puede traicionar la lealtad -iba a
escribir "decencia" pero he temido que se leyera mal esa peligrosa
palabra-que se establece tácitamente como base de su relación.
De ahí que la decisión de Shane de acudir él solo
a la cita con Ryker y Wilson carece de la autocomplacencia, o incluso
chulería solapada, de tantos héroes del cine: es una decisión
ética que no aspira simplemente a solucionar el conflicto entre
los poderosos caciques y los indefensos destripaterrones.
Brandon De Wilde había aparecido ya precozmente en una temprana
serie de trelevisión y en la anterior película de George
Stevens, The member of the wedding sobre la novela de Carson Mc Cullers,
cuando rodó Shane, y trabajaría después en docenas
de telefilms y algún largometraje poco glorioso (la excepción
sería Primera victoria de Premingeer) antes de morir a los treinta
años. Pero no creo que sea recordado más que por su papel
de hijo de los Starret que admira ingenua y peligrosamente al pistolero
que se les ha metido en casa como mano de obra improvisada. De Wilde
es un actor prodigioso sin rastros de niño prodigio, un anti-repipi
de una naturalidad que no abandona ni en un solo fotograma. Sobre él
gravitan las relaciones subterráneas de los tres adultos y es
el testigo inocente de aproximaciones y rechazos de los que ni los propios
protagonistas se percatan. Su voz es la última que se oye en
la narración. Ese "¡Shane, vuelve!" que grita
en la última secuencia nos acongoja como el primer día
que lo escuchamos, o más ahora. Sabemos muy bien que Shane no
volverá nunca, del mismo modo que no volverán nuestra
antigua vocación corsaria, las largas tardes de verano en las
que jugábamos al marro y a tres veleros en la mar, las voces
de nuestros padres.
JOSÉ
MARÍA CONGET FERRUZ - Escritor Premio de las Letras Aragonesas 2007